“Pero recordad los días pasados, cuando después de haber sido iluminados, soportasteis una gran lucha de padecimientos; por una parte, siendo hechos un espectáculo público en oprobios y aflicciones, y por otra, siendo compañeros de los que eran tratados así. Porque tuvisteis compasión de los prisioneros y aceptasteis con gozo el despojo de vuestros bienes, sabiendo que tenéis para vosotros mismos una mejor y más duradera posesión” (Hebreos 10:32-34)
“¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo? ¿El sufrimiento, o las dificultades, o la persecución, o el hambre, o la falta de ropa, o el peligro, o la muerte violenta?” (Romanos 8:35)
La expresión “poner la mano en el fuego por alguien” significa que confiamos tanto en esa persona que arriesgaríamos cualquier cosa por avalar esa confianza. En la práctica, esto no deja de ser una “frase hecha”, que muchos utilizan sabiendo que su integridad física está a salvo. Pero en el primer siglo de la era cristiana, hubo multitud de personas que arriesgaron la vida misma por su fe en Jesús y lo que éste representaba. Estaban dispuestos a morir, y de hecho morían convencidos de que sus creencias estaban basadas en verdades indiscutibles. Para ellos fue realidad palpable la vida y ministerio del Señor Jesús, su muerte y su resurrección, suceso que atestiguaron más de quinientas personas:
“Porque ante todo les transmití a ustedes lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía, aunque algunos han muerto. Luego se apareció a Jacobo, más tarde a todos los apóstoles, y por último, como a uno nacido fuera de tiempo, se me apareció también a mí.” (1 Corintios 15:3-8)
En las primeras etapas del cristianismo todos los cristianos sufrían la vergüenza, el desprecio y la ignominia por parte de sus vecinos; así como la ruptura de lazos familiares. Para ellos era común experimentar persecución, primero de parte de los judíos, y después por las autoridades romanas. Estaban muy conscientes de que en cualquier momento podían morir por mantenerse fieles a sus creencias.
¿Disponemos de pruebas históricas sobre esto? Sí, y no son pocas. Como ejemplo, tenemos al historiador J. M. Blázquez que dice lo siguiente: “La primera persecución del cristianismo, local, fue la de Nerón, con motivo del incendio de Roma. El emperador […], echó la culpa a los cristianos, que tenían un desastroso cartel entre la masa […], en el año 64. Esta primera persecución fue citada por Melitón, Tertuliano, Lactancio, Jerónimo, Rufino y Orosio, que expresamente acusan a Nerón de ser el primer perseguidor de los cristianos. Tácito (Ann. 15, 38-44) habla de masa de personas; describe el incendio y la persecución. El historiador menciona ejecuciones con refinados tormentos. Primero se detuvo a los que condenaban su fe, después toda una ingente muchedumbre quedó convicta. La ejecución fue acompañada de escarnios. Unos, cubiertos de pieles eran desgarrados por los perros; otros, crucificados eran quemados al atardecer” (Cristianismo primitivo y religiones mistéricas)
Es importante insistir que, a pesar de la persecución, la mayoría de los primeros cristianos se mantuvieron fieles a las enseñanzas de Jesús trasmitidas por sus discípulos. Este modo de proceder revela la absoluta seguridad que abrigaban sobre los hechos que sustentaban sus creencias. Como dice el historiador George Rawlinson: “Está claro que los primeros conversos tenían medios de determinar la exactitud histórica de lo que el cristianismo afirmaba, a un grado mucho mayor que nosotros; podían examinar e interrogar a los testigos... comparar sus diversos relatos... inquirir en cuanto a cómo respondían a sus declaraciones los adversarios... consultar documentos paganos de aquel tiempo... investigar cabal y completamente las pruebas” (The Historical Evidences of the Truth of the Scripture Records). Sólo así se puede entender que tanto los cristianos iletrados, como los eruditos tuvieran tanta certeza en los hechos registrados en los Evangelios. ¿Quién iba a arriesgar su vida por algo en lo que no tuviera plena seguridad, y más, cuando tenía la posibilidad de comprobarlo?
Este razonamiento constituye una poderosa evidencia de que los escritores bíblicos pusieron por escrito declaraciones y sucesos que ellos mismos vieron y comprobaron:
“Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero” (Juan 21:24)
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad” (2 Pedro 1:16)
“el rey sabe estas cosas […]; pues no se ha hecho esto en algún rincón” (Hechos 26:26)¿No es esto prueba innegable de la autenticidad del Nuevo Testamento?
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